¿Es la música un golosina auditiva, una chuchería exquisita con fines
hedonistas que simplemente estimulan un cúmulo de centros de placer?, ¿o es por
el contrario un medio importante que sirve para regular la compleja maquinaria
cognitiva de la que dependen nuestras funciones más desarrolladas?
Estas dos cuestiones sirven como punto de partida de El instinto musical,
del divulgador científico Philip Ball. A lo largo de cerca de quinientas
páginas el autor se acerca a diferentes elementos del fenómeno musical
(melodía, armonía, acústica, afinación y temperamento, ritmo, percepción,
repuesta emocional, significado...) desde un punto de vista científico,
aportando datos de estudios realizados en cada campo destinados a comprender
cómo funciona la música y por qué nos afecta de una manera tan intensa. Todo
esto aderezado con otros puntos de vista de filósofos, músicos, musicólogos,
etnomusicólogos y críticos.
Los estudios de los que habla son muy variados: Desde análisis estadísticos
sobre los intervalos usados en melodías hasta estudios sobre percepción de
tonalidades y significado o comparaciones sobre las diferentes respuestas
afectivas a la música.
En mi opinión los temas tratados son muy interesantes. Las conclusiones en
ocasiones son sorprendentes y en algún caso tan sorprendentes que resultan incluso dudosas. Por
ejemplo, me cuesta creer la siguiente gráfica que muestra la incidencia de los
diferentes intervalos en melodías de música occidental (no especifica más).
¿Es mayor (aunque ligeramente) la incidencia de séptimas mayores (once semitonos) que de octavas (doce semitonos)? Lo dudo mucho, a no ser que la única música considerada fuera la de Schoenberg, Webern, Berg y otros compositores que abandonaron la tonalidad, quienes realmente favorecen intervalos como las séptimas mayores. Sin embargo estos autores representan cuantitativamente una parte relativamente pequeña de la música occidental. Personalmente este tipo de conclusiones me hicieron ser escéptico con algunos de los estudios y observar con espíritu crítico los resultados que presentaban.
¿Es mayor (aunque ligeramente) la incidencia de séptimas mayores (once semitonos) que de octavas (doce semitonos)? Lo dudo mucho, a no ser que la única música considerada fuera la de Schoenberg, Webern, Berg y otros compositores que abandonaron la tonalidad, quienes realmente favorecen intervalos como las séptimas mayores. Sin embargo estos autores representan cuantitativamente una parte relativamente pequeña de la música occidental. Personalmente este tipo de conclusiones me hicieron ser escéptico con algunos de los estudios y observar con espíritu crítico los resultados que presentaban.
Particularmente me ha parecido muy interesante la sección dedicada a
neurociencia, en la que se explica cómo nuestro cerebro procesa la música. Me
pareció fascinante un estudio hecho por Petr Janata y sus colaboradores de
la Universidad de California, quienes
han descubierto que las señales obtenidas por electroencefalograma del cerebro
de individuos que escuchan música y las de otros que simplemente la imaginan
son absolutamente indistinguibles. Esto corroboraría la relevancia de la
“audición interior” y justificaría el enfásis que se da a esta habilidad dentro
de algunos sistemas de pedagogía musical, como el sistema Kodály.
Reproduzco a continuación un par de fragmentos que me han llamado
especialmente la atención (p.292):
"En cuanto el córtex auditivo primario recibe una señal musical, nuestro “primitivo” cerebro subcortical se pone en marcha al instante: los circuitos sincrónicos del cerebelo se activan para captar el pulso y el ritmo, y el tálamo echa un “vistazo rápido” a la señal, al parecer para ver si se trata de una señal de peligro que exija una acción inmediata antes de que avance el procesamiento. Acto seguido el tálamo se comunica con la amígdala para producir una respuesta emocional, que podría ser de miedo en el caso de que se hubiese detectado una señal de peligro. Hasta que no termina esa búsqueda primitiva de señales de alarma no empieza la disección pormenorizada de la señal sonora.”
Poco después, hablando de las emociones que nos produce la música el autor
explica como muchas emociones musicales tienen en común con otras emociones más
cotidianas los mismos mecanismos psicológicos (p. 310-311):
“Una variación de las propiedades acústicas básicas del sonido puede acelerarnos el pulso, como por ejemplo un aumento repentino del volumen (...) Esos sustos auditivos, que son como un grito en una biblioteca, activan primitivos reflejos de alarma que tenemos integrados en el tronco encefálico y que sirven para alertarnos del peligro: el rugido de un depredador, el crujido de un árbol que se viene abajo. Las sorpresas pueden resultar gozosas si inmediatamente se revela que no suponen una amenaza real;sin embargo, al ser instintivas, la familiaridad apenas les quita mordiente, pues nos golpean antes de que el razonamiento cognitivo, más lento, pueda desactivarlas.”
Efectivamente eso explicaría por qué siempre me llevo un susto al escuchar este pasaje del
final de la sexta sinfonía de Mahler. Por más que sé exactamente el momento en
que se producirá un súbito tutti orquestal en fortísimo (1’52’’), no puedo
evitar sobresaltarme.
Cabe reseñar la abundancia de erratas que contiene el texto y la pésima traducción de los términos musicales, que resultará muy molesta para los conocedores de la materia y confusa para aquellos que se acercan sin conocimientos previos de teoría musical. A pesar de estos inconvenientes me parece un libro que vale la pena leer, ya que aporta nuevos puntos de vista e ideas interesantes acerca de la música y especialmente acerca de nuestra relación con ella.
Título: El instinto musical
Autor: Philip Ball
Editorial: Turner Libros
Colección: Noema
Páginas: 516
Año de publicación: 2010
ISBN: 978-84-7506-924-1
Autor: Philip Ball
Editorial: Turner Libros
Colección: Noema
Páginas: 516
Año de publicación: 2010
ISBN: 978-84-7506-924-1
No hay comentarios:
Publicar un comentario